Publicado originamente en Papel o Tijeras: el blog de Colectivo La Piedra, 2012
No recuerdo si fue Borges quien dijo que publicaba sus libros para dejar de corregirlos. Quizá este impulso sea inevitable: quien escribe no deja de crecer, pero sus obras tendrán siempre la misma edad y la reflejarán a cada momento que puedan. En Shuffle. Poesía sonora, encontré la manera de hablar de un tema que siempre me ha fascinado, la música, partiendo de la crítica literaria y los estudios culturales “hacia la interdisciplina”, que era el nombre de uno de los módulos del curso de Susana González Aktories que me inspiró a escribir este libro. Dichas preocupaciones multidisciplinarias, con énfasis en la interacción de la poesía con otros campos artísticos, me llevarían a iniciar en 2010 una investigación sobre colectivos artístico-literarios en México y Estados Unidos, particularmente en las ciudades de Tijuana y San Diego. Pero, volviendo a Shuffle,algunos aspectos sobre este estudio deben ciertamente aclararse, no tanto para corregir el original sino para darle un poco más de actualidad, fomentar la discusión (que alegremente ya comienza a florecer), y dar reconocimiento a otros estudios sobre música que resultan imprescindibles para futuras investigaciones en torno a la “poesía sonora”.
Fue muy bienvenida la temprana reseña de Leonarda Rivera al libro, certera y puntual con sus críticas, no sólo respecto a las limitaciones de algunos capítulos o playlists del libro, sino también a cuestiones más finas de la presentación editorial, con las que coincido. Sobre todo creo que no me atreví a discutir de lleno la labor de Motín Poeta, y me limité a citar la opinión de quienes habían tratado el tema. Para explicar lo siguiente me veo forzado a contar un poco más sobre la historia detrás de Shuffle: varias de las playlists fueron, en sus etapas embrionarias, ponencias para congresos estudiantiles o artículos de revistas universitarias;[1] así, la playlist 3 (sobre el disco Urbe probeta,de Motín Poeta) es la versión reelaborada de un artículo publicado en Al pie de la letra, revista de la Universidad Modelo de Yucatán. Cuando escribí ese ensayo, que más bien era una reseña de todos los tracks del disco, aún no ingresaba al grupo de investigación sobre música y literatura de González Aktories, por lo que el texto rebosa de optimismo y alabanzas, como lo atestigua el título mismo: “Más allá del texto: Urbe probeta”. Mucho cambiaría mi criterio a lo largo de años de investigación sobre el tema, al grado que, cuando llegó la hora de recopilar los estudios realizados y omitir la crítica que no alcanzaba el rigor necesario, el resultado con dicho artículo fue de apenas unas cuantas cuartillas de extensión. Siempre es más fácil hacer crítica destructiva que constructiva; decidí que poner el dedo en la llaga sobre lo que “no se debe hacer en la poesía sonora” significaría hacer juicios prescriptivos sobre el campo de estudio, lo cual iba en contra de los objetivos que se plantearon desde el libro se concibió como proyecto. Quizás se trate del “pelo en la sopa” y hay quien diga: “Si no tienes nada bueno que decir…”. Pero me negué resueltamente a retirar el ensayo (o lo que quedaba de él) de la discusión general, precisamente porque Urbe probeta ejemplifica muy bien lo que sucede cuando producción e intencionalidad, o la sustancia de la expresión y la del contenido, diría Louis Hjemslev, están inclinadas hacia la parte textual de la composición. Lo que sí refleja mi negación por discutir de lleno este disco es que no me parece que haya una escena de poesía sonora en México, y quizás tampoco en Latinoamérica, y que si bien hubo una moda a mediados de la década pasada no pasó de ser eso, una moda pasajera.
Hoy en día, ¿hay algo que podamos llamar una escena de poesía sonora? En México me parece que no, pero yo incluiría en la lista de posibles temas de estudio a Zona Norte Colectivo, una banda de hip-hop radicada en el Estado de México. Sus integrantes, Ulises López Acosta (Sad C) y Ehécatl hacen una gran mancuerna, con letras de gran interés para la juventud de los barrios en la “periferia norte de la Ciudad Monstruo”, como llaman a la mancha metropolitana del centro del país, y con colaboraciones magníficas junto a otros colectivos underground, como Dialéctika Fina de Chiapas. Además, han producido el disco colectivo Salir a las calles: presos políticos libertad, donde participaron una veintena de grupos de hip-hop y reggae de México y Latinoamérica. Las piezas de Zona Norte poseen una densidad muy accesible de significado, cuyo exceso denuncio en las composiciones sonoro-textuales donde los poetas declaman en lugar de cantar, y cuya presencia se echa de menos en la mayoría de las canciones regularmente transmitidas por radio. No es coincidencia que, como en el caso de Ursula Rucker, a través del hip hop Zona Norte encuentre una mezcla “balanceada” entre poesía y música, pero este ilusorio balance se da solamente porque nuestros gustos estéticos, supuestamente “postmodernos”, son aún demasiado monolíticos. Le exigimos al poema que se vuelva canción y a la canción que eleve su contenido verbal, pero no nos aventuramos a nuevos espacios sonoros, donde no predominen la melodía o la armonía, desgastadas por más de un siglo de explotación en la música occidental. ¿Quién sabe? Quizás un mundo en que reine el ritmo o hasta el timbre (entre los que merodean los ejercicios de la música electrónica, el hip-hop, entre otros), o ni siquiera eso, un espacio donde las reglas tanto de la poesía como de la música se reinventen… Pero falta mucho para ver tal panorama. Hoy en día, lo más cercano a una escena de la poesía sonora, una moda si se quiere, podría encontrarse en lo que catalogamos como poesía oral: slam poetry, spoken word, hip-hop, performance, palabras prestadas todas de otra lengua, lo cual muestra que carecemos del vocabulario adecuado para describir el “estado de la cuestión” en Latinoamérica. Lo que sucedió en la década anterior, y que podríamos denominar “el rush electrónico” (Urbe probeta, Personnae, Imperio; en Chile, Oscilación), no fue sino el furor por la “novedad” electrónica (que nunca existió como tal; simplemente el campo literario en México estuvo más abierto a su recepción). Hubo ejercicios lúdicos, algunos de ellos interesantes desde ciertas perspectivas academicistas o historicistas, pero sólo eso: ejercicios al fin y al cabo.
Para responder a las últimas preguntas formuladas por Rivera en su reseña (“qué tan genuino resulta musicalizar un texto poético con el argumento de que llegue a más personas” y “qué tan genuina es la poesía sonora que se hace sólo porque […] está de moda”), si bien me parece que traté de responderlas de manera implícita en varias partes de Shuffle, cabe mencionar que mi acercamiento intencionalmente se alejó del tema de lo “genuino” o “auténtico” en los objetos poético-sonoros por ser un tema sumamente espinoso, el cual probablemente estará siempre sesgado por motivaciones de clase, género, “raza”, etcétera, y por el mecanismo del “gusto” en general, como explicaría Pierre Bourdieu en sus ensayos sobre sociología del arte de los 70’s y 80’s. La imposición de una forma legítima de hacer arte no es sino la imposición de la forma hegemónica en el arte: el grupo dominante dice qué es legítimo y qué no lo es. La cuestión sobre la legitimidad fue motivo de largas horas de discusión en el grupo de González Aktories, sobre todo por parte de aquellos interesados en la línea de investigación sobre rock en México, ya que hay críticos musicales que llegan a afirmar que no existe algo a lo que pudiéramos llamar un “rock nacional”. Desde luego, dicho interés nos permite vislumbrar una velada angustia por la ilusión misma del concepto (ilusión que por lo visto deja a muchas personas sin sueño, ya que sin legitimidad no hay manera de excluir ni agrupar discursos antitéticos o simpatizantes). Algo más que agregar: cuando llega un nuevo objeto artístico al campo, sobre todo aquellos que se convertirán en “obras testigo” (según Bourdieu, aquellas que resumen el humor o Zeitgeist de una tendencia artística), tendemos a usar las herramientas de interpretación de épocas previas, que no sirven de antemano, por lo cual un público que tenga las posibilidades de apreciarlo no llegará con la generación actual, sino con la que está por venir. Basta recordar las tragedias de Eurípides, verdaderamente famosas hasta mucho después de su muerte, o el creciente valor que ha adquirido el Tristram Shandy de Laurence Sterne a lo largo de los siglos. Shuffle representa un intento por disminuir esta brecha generacional y conceptual entre la poesía sonora y su público potencial, aunque desde luego no aspira a ser un manual sobre cómo hacer poesía sonora; tampoco, pese a la buena intención, pienso que uno solo de los trabajos ahí discutidos sea una “obra testigo”, salvo quizás Supa Sista de Rucker, que es al mismo tiempo un gran primer disco hip hop de solista y un sorprendente debut dentro de la poesía oral.
No creo que cambiaría nada de lo que escribí en Shuffle; por supuesto, profundizaría en muchos temas que pasé de largo en medio de la “efervescencia aleatoria”, por así decirlo, sobre todo en el aspecto teórico. Posteriormente me encontraría con investigaciones que cambiarían muchas de las opiniones que tengo sobre el tema. El primero de ellos es la aproximación pierceana que Thomas Turino realiza al fenómeno musical, con el cual reconoce la importancia no sólo de los equivalentes al significado y el significante en el signo saussureano, sino también del efecto que ejerce sobre el receptor, y con ello abre la posibilidad de una teoría semiótica que englobe no sólo al ejecutor sino al receptor mismo. Pese a esto, en Music as Social Life. The Politics of Participation (2008), Turino se concentra exclusivamente en la ejecución musical y el baile, y con ello da la espalda a la manifestación del signo musical en el “público llano”, que escucha y participa del fenómeno sonoro sin un conocimiento técnico refinado; deja, sin embargo, abierto el camino a la discusión en ese sentido.
A través del modelo pierceano podemos reconocer tres tipos de signo: el icono (signos a través de la semejanza, ya sea visual o sonora, con un objeto), el índice (signos de la concurrencia: el humo es índice de fuego, un gesto indica una emoción) y el símbolo (signos “generales” o abstractos, que pueden valerse de asociaciones icónicas e indexales, establecidos lingüísticamente y socialmente aceptados). El último es más común en el discurso hablado, y por ende en la poesía, mientras que los dos restantes son más frecuentes en la música. El icono predomina en las artes visuales, ya que es el caso del signo que representa (stands for, literalmente “se erige por o en lugar de”) un objeto en la realidad, que de acuerdo a Pierce puede ser una persona, animal o cosa en el mundo fáctico. Esta división de signos le permite analizar aspectos diversos del efecto que produce la música en quien la escucha; por ejemplo, Turino afirma que, a través de su ensayo sobre música old time y grupos de baile en los Estados Unidos, “el muy debatido asunto de la autenticidad musical puede clarificarse al usar el concepto de índice dicente”, uno de los tipos causales de signo que hace una asociación entre un objeto y el signo que produce o “provoca”. Un cierto mood o ambiente, un tipo de personas, incluso una sensación en particular, son asociados a determinada música o conjunto de sonidos, y a ciertos espacios (pista de baile, bar, casa,iglesia, etcétera). Lo que es auténtico, parece decir Turino, es aquello con lo que asociamos nuestras preferencias y afecciones.
Por otra parte, los iconos permiten explicar buena parte de las interacciones entre músico y poeta, por ejemplo, la de Jack Kerouac y Steve Allen en “The Wheel Of Quivering Meat Conception”, incluido en Poetry for the Beat Generation,donde Allen reproduce con el piano una “versión sonora” de los seres que Kerouac va enumerando: “human beings, / Pigs, turtles, frogs, insects, nits, / mice, lice, lizards, rats, roan / Racinghorses”, etcétera. La reproducción de sonidos evocados por el poema, ya sea de manera fragmentaria o en la compleja forma de una sinfonía, es igualmente válida desde la perspectiva pierceana. Éste es el motivo por el cual uno encuentra significados en las composiciones sonoro-poéticas que no fueron puestos ahí por sus compositores o ejecutores. El papel del receptor al momento de asimilar los iconos a objetos es de la más alta importancia, y lo hace partícipe activo no tanto de la comunicación (al hablar sobre las asociaciones de sonidos musicales con extra-musicales, Turino afirma que “el compositor puede no haber planeado aquellas conexiones particulares y por lo tanto la comunicación —la transferencia de significado o información intencionada del compositor al escucha— no estaba involucrada”), sino de la producción personal de significado. Los iconos “pueden estimular conexiones imaginativas de semejanza entre los signos percibidos y los objetos representados [stood for] en el contexto interno del perceptor. […] Cuando la gente ve figuras de animales o dragones en las formaciones de nubes, procesos imaginativos icónicos similares entran en acción […] Hayan sido pensados por el artista o no, los sonidos en la música pueden estimular la imaginación al sugerir semejanzas con otras cosas fuera de la música […]. Los iconos musicales ofrecen el potencial especial de inspirar conexiones imaginativas similares a las que experimentamos en los sueños”. Esta es una idea poderosa, por lo demás muy agradable para quienes la música es una necesidad en la vida (como decía alguien en Facebook, “corrigiendo” a Nietzsche, sin música la vida sería un horror): a través de la música se vive como entre sueños.
Otro texto de gran interés para quien desee seguir por esta línea es la colección de ensayos de Carmen Leñero, El caracol sonoro (2006), publicado por el Seminario de Poética a través del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. En Shuffle se menciona la existencia de un disco titulado Carmen Leñero sings Lorna Crozier y una traducción de la mexicana a The Perspective of the Cat, poemario de Crozier, pero ésta sólo fue la parte creativa de los resultados de una estancia de investigación que realizó Leñero en la Universidad de Columbia Británica, en Vancouver, Canadá. Leñero busca definir la poesía, la música y el teatro desde la matriz teórico-conceptual de la semiótica, y a partir de ella discute los esfuerzos teóricos de compositores, críticos musicales y poetas que han tratado de hallar vasos comunicantes, analogías y sistemas estructurados en común entre ambas disciplinas, como Leonard Bernstein, Friedrich Nietzche, Jean-Jacques Nattiez, entre otros. A través de la crítica que Leñero hace a aproximaciones que sólo vienen a “glosar con vaguedad los procesos que se quieren describir mediante un lirismo sin rigor”, vine a descubrir una falla más en Shuffle (y que también a veces encuentro en Leñero misma).
Si bien analiza y cuestiona seriamente los intentos de Bernstein de buscar una “gramática musical”, Leñero rescata del compositor estadounidense las analogías entre la poesía y la música: si “Toda frase musical es una frase artística necesariamente, [ya que] enfatiza”, es válido reconocer similitudes, por una parte, entre el discurso hablado y el espacio sonoro plano (el “mundo de los sonidos” o los sonidos del mundo), y por otra entre la poesía, esa forma artísticamente elaborada del discurso hablado, y la música. También, siguiendo a Nattiez, dice que hay una experiencia musical irreductible en palabras, y quizás por ello afirma con su prosa altamente literaria que “Hablar de música es como toser un poema”. Retoma el concepto de “objeto sonoro”, que de acuerdo a Nattiez posee tres características: impulso o ictus, prolongación e iteración (lo que en Shuffle llamo “repetición”); al tratar de emular dichas características en la literatura, por medio de asociaciones icónicas o simbólicas principalmente, los poetas han buscado acceder al terreno musical, que por otra parte siempre ha estado inmanente en la naturaleza de su propio arte: las reglas de la métrica, la prosodia y la retórica buscaban ordenar y regular los tipos de impulso (metro o ritmo), prolongación (de sonido así como de significado) y de repetición, principalmente a través de tres recursos que moldearon buena parte de la poesía occidental: la rima, la aliteración y la metáfora. La primera repite sonidos y crea una satisfacción en el escucha o lector al hacer una conexión (inesperada o no, dependiendo del tipo de poesía o receptor) entre dos palabras y las imágenes que evoca; la aliteración es de carácter más exclusivamente fónico-mnemónico, y despierta menos asociaciones icónicas o indexales que la rima; la metáfora, por último, repite simultáneamente dos imágenes y al hacerlo produce una nueva asociación simbólica. Esta transformación del significado a través de la repetición es algo que ya notaba Yuri Lotman al hablar de las semiósferas, cuando menciona la mirror symmetry o enantiomorphism, la forma más simple y popular de diseminación de la diferencia y la identidad estructural, “a través del cual ambas partes del espejo son iguales, pero distintas a través de la superposición, esto es, relacionándose la una con la otra como izquierda y derecha”. La repetición, nos dicta la historia de la poesía, desgasta la palabra; pero la interacción con la música permite ver que a través de ella también se pueden formar mundos nuevos, que está integrada a los ritmos y sonidos mismos de la vida. Leñero afirma que “la intermitencia y frecuencia en que un sonido aparece y desaparece alude a ritmos fisiológicos: el latido del corazón, la alternancia respiratoria y otros pulsos en nuestro organismo. De ahí que el ritmo (en la música, en la poesía, pero también en su evocación visual) le hable directamente al cuerpo”. Al definir la poesía como “la fusión entre sonido y pensamiento”, Leñero permite repensar el papel de la repetición en la disciplina: “La música de un poema (su cadencia, velocidad, ritmo y color) otorgaría al pensamiento lo meditativo de la repetición, lo gratuito—y agradecido—de un rezo, lo efímero de una tonadilla que se va silbando por ahí”. Leñero se extiende así sobre el concepto de “música involuntaria”, el papel del escucha que cada vez más se percibe como imprescindible en el acto musical. Menciona el caso del sonido de ocupado del teléfono, que es utilizado en una canción por la banda Café Pingüino: “La iteración de tal sonido es la base no sólo rítmica sino armónica de toda la pieza, y sus variaciones tonales eventuales van creando una atmósfera que contagia de musicalidad el ‘ruido’ del ambiente. Enseñando a la conciencia a reconocer patrones de sonidos cotidianos, este tipo de composición nos sugiere escucharlo todo como música potencial”.[2] Aunque desafortunadamente no hay algún enlace en internet para escuchar esta canción, cabe mencionar que el grupo ítalo-alemán de música electrónica Munk utiliza de la misma manera el tono de ocupado en el último track de su disco Aperitivo (2004), titulada “Seeker (The Odessa-Nervi Blow)”; el sonido persiste durante minuto y medio, conforme se va construyendo la armonía de la canción. “Seeker” puede escucharse en sitios de música y videos como You Tube y Grooveshark.
Un tema de gran interés que discute Leñero es la relación entre canto, música y poesía. Al hablar de las diferencias entre canto y poema, Leñero considera al primero más de carácter itinerante y al segundo estacionario: “La canción es como un perro fiel, nos acompaña a cualquier hora sin exigir demasiada atención. Y al acompañarnos crea un paisaje, una forma de andar, de trabajar, de mirar. […] El poema pide concentración y cierta devoción, no es un perro sino un lobo”. Y sin embargo, no niega la existencia de “composiciones musicales que convierten a la canción en un tercer lenguaje, donde música y poesía no sólo se ‘acompañan’ sino que entablan un diálogo que las remodela íntimamente a ambas”. Para analizar esto, recurre a un meta-análisis de Richard Kurth del Der Doppelgänger, poema escrito por Heinrich Heine y “puesto en música” por Franz Schubert en una serie de lieder, que por los temas que evoca se presta muy bien al análisis de la “reflectividad y resonancia de un signo en otro”, de la mágica función de la música que “revela por ausencia” como el teatro (y así Leñero introduce el factor performático en la ecuación). Este lied, de acuerdo a Kurth, hace “sensible (audible)” el tema de la desaparición en el poema y de alguna manera lo suprime, “es decir, lo sacrifica de manera ritual (en un nuevo contexto estético) a su propia manifestación sonora”, que si creemos a Leñero y Kurth es producto de la “música que existe en todo poema, no tanto como música muda, como ‘canción castigada’, sino como música que pudiera llegar a ser escrita a partir de él y escucharse”. Un punto de este acercamiento con el que no coincido enteramente, que sin embargo se dispara en una dirección contraria a la música y el canto, es la afirmación de que en la fusión de música y poesía siempre domina la primera, que es imposible que una imagen visual, un concepto o, en términos pierceanos, un signo icónico o uno simbólico, generen música; en palabras de Kurth, “Mientras que es seguro que existe un puente que lleva del misterioso castillo del músico al campo abierto de las imágenes [de la poesía]—y el poeta lírico lo cruza—es imposible proceder en dirección contraria”. Leñero añade: “Aunque en términos anecdóticos el compositor haya ‘musicalizado’ un texto preexistente, la música siempre tiene un carácter originario, y el poema no será más que su reflejo […] en el lenguaje”. Si bien a partir de aquí se comprende que Leñero afirme que, en Der Doppelgänger, “el poema regresará a su silencio originario para de ahí renacer como canción”, me parece que hay ejercicios artísticos que pueden desmentir estas afirmaciones aplicadas al campo general de la música (aunque no son, claramente, las intenciones de Leñero). Por poner un ejemplo, en la serie Pianola Roll Rivers de Hermione Spriggs, estudiante de la Universidad de California-San Diego, los contornos de ríos como el Támesis (River Thames. Lechlade to Richmond) o los ríos Tijuana y San Diego (When is a river not a river?) son delineados en rollos de papel para pianola, con lo que el espacio geográfico (o más bien, en términos pierceanos, su representación icónica) se “traduce” sonoramente. Como escribe Eliza Slavet, curadora de la exposición Mapping Occupations en la galería ARTifact de UCSD, “Spriggs transforma las líneas […] en momentos discretos en el tiempo, tanto en el espacio de su propio estudio (laboriosamente perforando cada agujero) como en el performance de la pianola. El espacio es tiempo es sonido”. Sin embargo, como he dicho, estas reflexiones van más allá de las muy valiosas aportaciones de Leñero, a la vez teórica, poeta, artista dramática y cantautora. A semejanza de Turino, ella considera que “La música no tiene significado sino efecto”, pero la importancia que confiere al escucha en la conformación del signo u objeto sonoro contrarresta las limitaciones en el estudio de aquél.
Quizás los otros dos textos que deseo discutir no sean tan recientes, pero no por ello son prescindibles: Feminine Endings (1991), de Susan McClary, ha sido un libro polémico desde su publicación. Esta musicóloga aplica un enfoque cultural y de género al estudio de la música, combinados con métodos musicológicos del rigor más formalista posible, para demostrar que incluso la música “pura”, la música de cámara de los últimos tres o cuatro siglos en Europa, es susceptible a análisis que ponen de manifiesto relaciones de dominación dentro del acto de creación musical, antaño romantizado como el único bastión de la creación artística alejado de las banalidades del mundo terrenal: “Incluso en la llamada música absoluta (música instrumental en la que no hay un componente extra-musical o programático), los temas convencionalmente designados como ‘femeninos’ deben ser domesticados o erradicados por el bien del cierre narrativo”. El hecho de que la música de cámara y la ópera se basen en la idea de llegar a una nota “dominante” es parte del argumento de McClary; la conclusión a la que podemos llegar es que la música occidental, en su totalidad, tiene un sesgo de género. Siempre que conocen su postura, los puristas han pegado el grito en el cielo, y es parte del mito personal de la investigadora que, en ocasiones, ha sido abucheada en conferencias y espacios académicos por exponer sus ideas. No obstante, su peculiar aportación a la musicología es fundamental para la discusión del tema hoy en día, y de hecho me llevó a cuestiones que no desarrollé en Shuffle. Por ejemplo, la discusión que generé en la introducción alrededor de Ursula Rucker y la definición del “autor” en sus obras es muy parecida a la que McClary escribe sobre la Madonna de los 80’s, en la cual ya encuentra rasgos de agencia personal sobre los procesos de representación bajo su nombre (habrá que ver lo que diría de la Madonna post-Ray of Light). Si bien McClary no refuta la agencia de Madonna en la construcción de su representación mediática, afirma que no es exclusivamente suya: “incluso si escribiera todo lo que interpreta por sí misma, aún sería importante recordar que su música y personajes son producidos dentro de una variedad de prácticas sociales discursivas”, pero que “Sus voces son creíbles precisamente porque comprometen tan provocativamente a conversaciones culturales actuales sobre el género, el poder y el placer”. Así, mientras que la noción tradicional de autor (auctor: el general romano que abre un nuevo campo de conquista) queda cuestionada en casos como el de Madonna y Rucker, vemos que la agencia de un/a artista sobre el objeto artístico no necesariamente se pierde con la colaboración multidisciplinaria.
Otro análisis donde la perspectiva de McClary me abrió espacios de discusiones en la obra de Rucker tiene que ver también con la agencia en la representación de las mujeres a través de sus producciones artísticas: al discutir el EP titulado Circe (1999), en la playlist 5, dije que las versiones de esta canción provenían de grabaciones que diferían unas de otras. Esto no parecía ser sino una mención anecdótica, pero las diferencias entre cada versión resultaron ser tan significativas que cambiaban el sentido general de la obra: mientras que en el “Original Mix” Circe parece mostrar sumisión al discurso masculino desplegado al final de la pieza, en el “Rob Yancey Vocal Mix” la voz poética (Circe sin Ulises, es decir, la mujer ahora sin la mediación de un interlocutor masculino) modifica el contenido original de las lyrics de tal manera que ella resulta la única forjadora de su destino; Rucker-Circe borra los primeros tres versos del discurso de Ulises y modifica el resto para que se refiera sólo a ella: “I’ve seduced for centuries / in the search for a creature who could please / me, / fire my desires. / You could have never made me happy, / too cold… too cold… / I want to swim off into the current / with / me” (compárese con el fragmento citado en Shuffle, p. 94). Ciertamente, este acertamiento habría enriquecido sumamente el análisis de esta playlist, que giraba principalmente en torno a la agencia que Rucker ejercía como mujer en la producción literaria y musical de sus obras.
El marco “ideológico-cultural” en el que McClary analiza a las obras musicales también es empleado por algunos investigadores reunidos en el libro Music and Text: Critical Inquiries (1992), editado por Steven Paul Scher con una introducción de Hayden White, en el que se “tocan casi todos los aspectos de las discusiones contemporáneas del lenguaje, el discurso y la textualidad: referencialidad y tema, voz y expresión, códigos cognitivos e ideológicos, recepción por el público y sentimiento, poética y estilo, sentido figurado y literal, narración y descripción”. El interés por analizar el plano ideológico y cómo opera en la música es enfatizado por White a lo largo de todo su ensayo, aunque no todos los artículos incluidos en el volumen tengan tal inclinación, si bien es un texto pionero en esa dirección (junto con los de McClary). Aunque el objetivo de este libro es el empleo, en el análisis musical, de estructuras analíticas fácilmente identificables con la literatura, como la metáfora y el estilo narrativo, y el enfoque es más historicista que semiótico, el énfasis en los elementos “ideológicos” que rodean a la obra musical está estrechamente relacionado con los objetivos particulares de McCLary en Femenine Endings. Y de hecho, en la colección hay dos ensayos que discuten piezas instrumentales, como Thomas Grey que habla de la existencia de una prolepsis tonal, una especie de flash forward sonoro en el primer movimiento de la séptima sinfonía de Ludwig van Beethoven, y que no resistimos la tentación de equiparar con nuestra discusión sobre la repetición. La lectura de Grey difiere de la que hicieron los primeros críticos de Beethoven, lo cual por una parte nos hace recordar la brecha generacional entre una obra y un público que pueda apreciarla, y por otra nos permite cuestionar la validez de este tipo de interpretaciones desde el enfoque pierceano adoptado por Turino: si la música opera en nuestra mente de manera similar a los sueños, o las imágenes que asociamos en las nubes y constelaciones, bien podríamos encontrarnos lo que nosotros quisiéramos en las composiciones musicales, que no necesariamente habría sido puesto ahí por el compositor o el ejecutor. Interpretaciones como la de McClary y Grey son interesantes independientemente de si son del todo ciertas, porque nos permiten ver el proceso de producción de nuevos significados a partir de un mismo signo musical.
Las trampas conceptuales no terminan ahí: White recuerda a Grey, como también a autores que hablan de la relación música-texto, como Lawrence Kramer sobre Haydn, Ruth Solie con su interesante estudio de género a obras de Schubert, o Charles Hamm, John Neubauer y Peter Rabinowitz sobre temas de recepción (que enriquecen las aportaciones de Leñero), que los significados que obtienen de las obras que estudian bien podrían estar ahí por su mismo análisis, es decir, que sean “impuestos” por el investigador sobre el objeto artístico. Por supuesto, la negación de un significado concreto en la música, propuesto por Turino y Leñero por vías distintas, volvería ociosas muchas de las disquisiciones en las que White trata de hacer profundizar a sus interlocutores. Sólo citaré su crítica al trabajo de Solie, ya que por una parte podría servir también como réplica a algunos ejercicios críticos de McClary, como la “comparación” que hace entre un cuento de Hans Christian Andersen y un impromptu de Franz Schubert, y por otra muestra el escepticismo masculino de muchos investigadores cuando se les menciona que las relaciones de poder también pueden reflejarse en la música, pese a que después elogiara el análisis formalista de David Lewin sobre el poder y la música en un aria del Figaro de Wolfgang Amadeus Mozart. Ante la propuesta de Solie, que propone mostrar cómo “tanto los textos verbales como su interpretación musical reflejan el código social patriarcal y misógino de la Europa de principios del siglo XIX”, y que la serie de canciones Frauenliebe und -leben busca imponer un discurso masculino haciéndose pasar por femenino, White responde: “El contenido semántico explícito del texto no es ideológico puesto que es el significado literal y, como tal, su público y lectores pueden aprehenderlo directamente. Es difícil creer que cualquier mujer no pudiera ver a través de esta dimensión de las canciones. ¿Cómo podría alguna haber sido ‘engañada’ por esta representación de su vida?”. Tal parece que a White le incomodara pensar que Schubert, los textos de Chamisso que musicalizó o el resultado obtenido, pudieran ser calificados de misóginos, o siquiera “patriarcales”. Es imposible no percibir que esta “inocente” indulgencia al autor es arbitraria, ya que en otro lugar afirma que “aunque los defensores de las prácticas de ejecución auténticas busquen recrear una prístina ‘tradición perdida’, ‘en realidad… ofrecen estimulantes interpretaciones nuevas, que manifiestan una preocupación contemporánea por la ejecución’”. El análisis de Solie busca precisamente analizar qué se pensaba de las mujeres, no tanto por las mujeres mismas (que usualmente quedan silenciadas en las representaciones artísticas de la época), sino por los hombres que producían estas representaciones, aunque sus preocupaciones sean ciertamente de este siglo.
White también guarda prudente distancia de los acercamientos teóricos a la recepción musical, si bien hay algunos puntos que coinciden con su obsesión por encontrar figuras retóricas en todos los campos del conocimiento, como el “modelo de escucha” que elabora Peter Rabinowitz a partir de un “modelo de lectura”. White responde que, “cuando se empieza a teorizar sobre la idea de la ‘obra abierta’, es difícil resistirse a extenderla para incluir las ideas propias del teórico. Lo mismo sucede con la noción de la participación de la audiencia en la producción de significado”. Esto ya había sido analizado por Leñero cuando afirma que, en el mencionado análisis a Der Doppelgänger, “Kurth extrapola el tema de la desaparición y el reflejo al propio acto de escritura”; podemos decir que cruzó la frontera entre la lectura interpretativa y la performática o creativa, entre el lector y el auctor. White también parece inquietarse por la posibilidad de que la obra de arte sea concebida como “una especie de mancha de Rorschach”, siendo que los estudios más interesantes apuntan a esa dirección. La creciente importancia que la recepción tiene en la “delimitación” del “signo musical” nos puede ayudar a encontrar los métodos más “exitosos” para unir texto y música: tiene que ver con la competencia del compositor, el texto elegido y si éste fue creado antes de la música o ex profeso, pero también con el público al que va dirigido (y, cuando aparentemente no va dirigido a un público, con quien tiene la “capacidad” para hablar de ello y eludir un sentido “conveniente”, los llamados “super lectores”; aquí la alianza entre el crítico y el artista, que podría calificarse de espuria, salta a la vista).
Esta fragmentación de la interpretación es algo que observé al analizar, desde una perspectiva paratáctica, el trabajo poético-sonoro-visual de Paula Ilabaca en Her Own and Private Soundtrack, y que forma gran parte del “encanto” que ha generado un colectivo de reciente formación, enfocado específicamente a lo que podemos denominar “poesía multidisciplinaria o multimedia”: Los Kikín Fonseca y el Gringo Castro (KFGC), quienes desde el nombre buscan burlarse de esa otra moda en el campo artístico mexicano de la década pasada (los colectivos) a la vez que explotan una fórmula que les permite jugar entre el campo audio-visual y el propiamente poético. Si seguimos a Bourdieu, las reglas pertinentes a un campo específico no necesariamente se aplican en otro; cuando un conjunto de leyes, digamos, las que regulan la melodía y la armonía en la música vocal, accede a otra disciplina, como la poesía o el teatro, casi siempre se neutraliza o se “desplaza”, según la terminología bourdieusiana. Los KFGC no buscan aspirar a la síntesis entre sonido y poesía, o entre imagen y poesía, sino que juegan con los desplazamientos que se dan al incurrir en diferentes campos dentro de una misma obra o performance. Son a la vez un colectivo de poesía y una suerte de banda musical: tocan la guitarra, utilizan cajas de ritmos, samplean canciones conocidas y propias, proyectan imágenes de caricaturas vintage mientras cada lee uno sus versos (¿o son los de todos?). Con un mismo proyecto cumplieron dos sueños: ser escritores y ser rock stars. Pero aún percibo la inclinación hacia lo textual en el gesto de publicar un libro colectivo, No use las manos (2011), con contraportada ni más ni menos que de Omar Pimienta, una de las voces poéticas jóvenes más sobresalientes en México. Deseo escribir desde hace rato un análisis profundo sobre los KFGC; no obstante, me parece importante mencionarlos aquí para demostrar que, en los ejercicios más interesantes hoy en día, ya no hay rastros del “rush electrónico”: estos chicos ya no esperan a que lleguen productores o compiladores para darlos a conocer, se volvieron sus propios agentes, aprovechando lo que llamo “el impulso colectivo”, por medio del cual los productores se vuelven también sus propios mediadores. Si a eso añadimos que pueden presentarse tanto en espacios más asociados con la música como en festivales literarios y centros culturales, su rango de alcance efectivamente es mucho mayor que el de varios proyectos analizados en Shuffle. Falta ver si el trabajo de “los Kikines” se mantiene con el tiempo.
¿Habría sido ésta la playlist 0 de Shuffle, o la séptima? ¿O tal vez un playlist fantasma? No lo creo, pues aquí no seguí la (a)lógica que caracteriza al libro; me da gusto que haya tenido un punto final y se diera a conocer la labor de varios años de estudio. No obstante, el presente ensayo no deja de tener un aire nostálgico por los momentos en que Shuffle se encontraba en proceso. Espero que tanto Shuffle como la reseña de Rivera y esta suerte de “réplica”, por así llamarla, inciten a muchos más a profundizar en el tema.
Bibliografía y discografía
Bourdieu, Pierre (2010). El sentido social del gusto. Elementos para una sociología de la cultura. México: Siglo XXI.
Cardo, Andrés (2012). Recomendación de la semana. Termodinámics, de Emmanuel Vizcaya. Seminario deportivo de poesía, 45, 28 de enero, http://semanariodeportivodepoesia.blogspot.com/.
Kikín Fonseca y el Gringo Castro, Los (2011). No use las manos. Ecatepec: Amarillo.
Leñero, Carmen (2006). El caracol sonoro: reflexiones semiológicas sobre el lenguaje de la música en relación con la poesía. México: UNAM.
Lotman, Yuri (2005). On the Semiosphere. Sign System Studies, 33 (1), pp. 205-229.
McClary, Susan (1991). Living To Tell: Madonna’s Resurrection of the Fleshly. En Feminine Endings. Music, Gender, and Sexuality, Minneapolis, University Of Minnesota Press, pp. 148-166.
Meza, Aurelio (2011). Shuffle. Poesía sonora. México: Tierra Adentro.
Rivera, Leonarda (2012). Shuffle. Poesía sonora [reseña]. Reseñario de poesía, 30 de enero, http://resenariopoesia.wordpress.com/2012/01/30/shuffle-poesia-sonora/.
Sad C et al. (2010). Salir a las calles: presos políticos libertad. Demo.
————— y Ehécatl(2010). Zona Norte Colectivo. Demo.
Scher, Steven Paul, ed. (1992). Music and Text: Critical Inquiries. Cambridge: Cambridge University Press.
Slavet, Eliza (2012). Introduction. Mapping Occupations, enero-marzo, ARTifact Gallery, Universidad de California-San Diego.
Turino, Thomas (2008). Introduction. Why Music Matters. Music As Social Life. The Politics Of Participation. Chicago: University Of Chicago Press, pp. 1-22.
[1] Por ejemplo, en 2007 di a conocer versiones previas de la primera playlist, sobre Jack Kerouac y Kenneth Rexroth, en un coloquio sobre letras modernas en la UNAM y en la revista Punto en línea (versión online de Punto de partida). La playlist 2 también formó parte de un coloquio académico y reunió varias promesas no cumplidas de publicación, mientras que la entrevista realizada a Paula Ilabaca en 2008, junto a un mínimo análisis al texto del video-clip “Estaba esperando este día y no quería que llegara”, estuvo circulando en algunos blogs hasta que Luis Martínez Solorza lo subió al portal chileno de poesía en español, letras.s5.com. Sólo las últimas dos playlists (sobre Ursula Rucker, Edgar Varèse y José Juan Tablada, entre otros), permanecieron inéditas hasta su publicación en forma de libro.
[2] Deseo discutir con mayor profundidad la presencia de la repetición en poetas jóvenes de México, pero por el momento sólo aludiré una reciente reseña a Termodinámics de Emmanuel Vizcaya, publicada por Andrés Cardo en Semanario deportivo de poesía, en el que sugería al autor trabajar en “la fundamentación de su verso, en la repetición, en la anáfora o en la aliteración, que se ha puesto de moda en entre los poetas más jóvenes, tal vez más como un reflejo ligado a la sensación de construir ‘canciones’ que puedan entonarse para guardar un mensaje, recurriendo inconcientemente a un modo simple de la mnemotecnia, para que así pueda generarse un estribillo”. Me pareció interesante porque, por otra vía, asoció la repetición con la música y evocó el “mito” del mayor alcance de la poesía por medio de la empresa multidisciplinaria. Pero no creo que los jóvenes poetas incurran en una simple mnemotecnia, ni tampoco que tengan vistas a largo plazo de unir la música y la poesía (el poema de Vizcaya que dice “hola cerebro / soy un cerebro, etc.” es de una monotonía, sonora y conceptual, un tanto insoportable). Las herramientas que poseemos actualmente, insisto, son insuficientes para comprender lo que las nuevas generaciones poéticas están haciendo; incluso puede que en algunos casos, como el de Víctor Ibarra, haya una inclinación hacia lo visual, otro aspecto de la repetición que no ha sido muy explorado en México.